-
Y eso ¿cómo ha podido
ser?
-
Pues ya ve usted, cosas
que pasan.
-
Pero, esto no tiene
explicación.
-
Pues así ha pasado.
-
Cóbreme el periódico,
también esta revista.
-
Son ocho con cincuenta.
-
Aquí tiene.
-
No le oigo bien, con las
campanas… -dice
Pablo, el quiosquero.
-
Que lo que me cuenta es
increíble…
Suenan las campanas
en volteo y diálogo exacerbado desde la iglesia cercana. Es domingo por la
mañana, poco más de las nueve. Convocan al rito religioso dominical. Hoy con
más fuerza si cabe, porque es la festividad del santo que libró de la peste a
toda el área geográfica, desde Montpellier, en Francia, hasta Cádiz. Sí, es san
Roque: “Gloria al santo protector…”, parecen las palabras que emiten
desde el campanario. Se hace difícil escucharse y, aún más, si las palabras se
pronuncian discretas y temerosas.
Asfalto desierto,
adoquines descansando. En todo el tiempo que estoy aquí sólo ha pasado un coche.
Domingo de agosto, día de playa o de campo, lejos del calor abrumador de los
días de un desatado verano. Las campanas y su eco en las fachadas siguen en
convocatoria a los fieles del ámbito. Apreciar las palabras resulta difícil.
He alcanzado a escuchar
ese retazo de conversación entre el dueño del kiosco, Pablo, y un cliente.
Caras serias en ambos. Saludo con “¡buenos
días!” y miro a los dos. Le pido al kiosquero que me dé el libro de la
colección semanal y el periódico. Parece que no me ha oído con el fragor del
campaneo. Mira al vacío, como ensimismado, en dirección al cliente que recoge
las vueltas de un billete de diez euros.
A mi saludo se
produce una respuesta oscura.
-
Buenos días… para quien
lo sean, -responde
el parroquiano de prensa. Niega insistentemente con un movimiento de cabeza,
como si quisiera sacudir un mal pensamiento.
-
¿Perdone…? –pregunto sin
convicción, sólo por constatar que mi presencia no incomoda.
-
Disculpe,… no va con
usted… Es que no estamos de humor. Hemos visto lo de ese hombre que…
-
Ha sido muy fuerte lo
que ha pasado aquí, hace un momento, -interviene Pablo, el kiosquero.
-
Ha debido de ser grave. Sus
caras hablan por sí solas, -me atrevo a decir,
tanteando con cautela el delicado terreno.
-
Sí, grave ha sido.
¡Pobre hombre! –se
compadece Pablo.
-
Pero es que… -dice el hombre-…no tiene lógica. ¿Cómo le puede pasar todo eso a una
persona en un momento?
-
A ver, -intervengo con
decisión, para enterarme de una vez-, díganme algo, por
favor. Ya me intriga lo que sea de lo que estén hablando.
Los dos se miran, Pablo
resopla. El cliente amaga con irse pero vuelve, se apoya en el kiosco, mira al
suelo. Sigue moviendo la cabeza en sentido negativo.
-
Pues verás, es que a un
hombre le han asaltado ahí mismo, ahí, en la parada del autobús, - emprende el
hombre cliente el relato.
-
Conozco a la víctima, -afirma Pablo-. Hace poco más de dos horas, cuando abrí el kiosco, el
hombre me aguardaba. Me pidió el periódico. Se lo vendí. Pero un minuto después
me pidió que se lo guardara, que vendría después a recogerlo, porque no se
sentía bien.
-
Aparenta unos setenta años
o así. Lo que no te he entendido es por qué se trajo el coche, -apostilla el
comprador de prensa.
-
Yo le dije si quería que
llamara a alguien de la familia. Me aseguró que no hacía falta. Pero que, para
salir de dudas, se iba al hospital, - confirma el del kiosco.
-
Tendría a algún familiar
ingresado, -por
no quedar fuera de la conversación, me atrevo a elucubrar.
-
No, no… Era para él,
quería que lo vieran. Sentía, dijo, una opresión en el pecho. Nada grave, según
él, pero que era mejor que lo vieran en Urgencias, -aclara el del
kiosco.
-
Con un dolor y conducir
el coche…
-
Eso le indiqué yo, que
tomara un taxi. O el autobús. Me dijo que no pasaba nada, que enseguida volvería
a recoger el periódico.
-
Y entonces… -menciono con tono
de esperar respuesta que aclare la relación entre la opresión pectoral y que le
atracaran.
-
Se marchó al hospital.
Según me contó él mismo a la vuelta, enseguida le atendieron. Le realizaron un
electro. Y que no era nada. Le indicaron que si le seguía la molestia, que
volviera.
-
Hasta ahí, bien ¿no? –digo.
-
No tan bien, -interviene el abonado-. Al llegar al coche, allí, en la acera del hospital, se le
acerca un hombre joven, con un cuchillo y le exige que le dé todo el dinero que
lleve. O si no…
-
¡Válgame el cielo! – profiero.
-
O lo que sea que valga, - sopla el
parroquiano.
-
Cuando se fue el asaltante, gritó pidiendo
auxilio. Acudió uno de seguridad del hospital. Tras hablarlo, le recomendó que
pusiera denuncia en la Policía –informa Pablo, el del kiosco.
-
Lo que no me explico es cómo,
en su estado y con los nervios del
atraco… -me
atrevo a intervenir.
-
Dijo que no tuvo tiempo
de asustarse, y que le vino más energía. Quiso poner la denuncia en la
Comisaría del barrio, aquí, cerca de su casa. Subió al coche, se vino para acá
y aparcó ahí mismo, ahí, -señala Pablo.
-
Y a eso se vino, a denunciar, -remacha el asiduo.
-
¡Lo gordo viene ahora! –advierte el
kiosquero.
-
Pues el hombre estaba
colocando el coche para no estorbar y ponerlo cerca del kiosco y…
-
…Y un muchacho, con decisión
y prisa, agarra la puerta, la abre, le enseña un cuchillo y le requiere para
que le dé el dinero, -cierra
el afiliado a la prensa.
-
¡Joder…! ¿Otra vez lo
mismo? ¡Dos robos! En menos de dos
horas…, -emito
sonidos ininteligibles, como forma de decir.
-
Sería su destino,
-asevera
el comprador de periódicos.
El destino. Tremenda palabra. La recibo como un
impacto de piedra. Eso es lo de que todo está escrito y nadie puede oponerse. Me suena
a conformismo disfrazado de inevitable. Nunca lo he creído. Confío en la
libertad y en que el ser humano es el verdadero dueño de su propio destino.
Sólo que no contamos con el poderoso imponderable de que los demás pueden
ejercer su libertad del modo más desagradable para nosotros. Pero lo del destino…
Si estuviera aquí mi vecino me diría que el destino
existe y se cumple. “¡Que no!”, le
dictaría yo. Y él me insistiría con sus notas eruditas. (La verdad es que sabe
mucho). “Esto del destino ya lo sabían los antiguos griegos.
Sófocles, autor de teatro, en ‘Edipo’, escribió el fatum. Y se le advierte a Edipo lo
inexorable: que se casará con su madre. Él, para evitarlo, huye a otra ciudad,
Pero, ¡ah!, allí se enamora de una mujer que resulta ser ¡su madre! Lo que está
escrito en el destino
no hay quien lo desvíe”, me explicaría.
Y yo trataría de argumentarle que cada quien es causa
de su suerte.
Pero, no sé, con esto que le ha ocurrido a este hombre…
Se abre una vía que da cabida a eso del destino. Es la cultura dominante.
Concepto asumido que no tiene precisión ni novedad; no viene de pensar, sino de
sentir. La teoría del destino no nos hace felices.
-
Llamé a la Policía, -dice el kiosquero-. El hombre le decía al atracador, con medias palabras, muy
nervioso, que no tenía nada, ¡que le acababan de robar!
-
¿Y qué pasó? –pregunta el cliente
con consternación.
-
El delincuente me oyó.
Y, al darse cuenta de mi llamada a la Policía, se tapó la cara con la camiseta,
subida desde la espalda a la cabeza. Se fue corriendo a toda pastilla.
-
En el coche. Todo
ocurrió muy rápido. En esto llegó mi mujer, Laura, asustada, -señala Pablo-. Aterrada dijo que había visto a un joven con la cabeza
tapada, corriendo y que, al mirarlo, sintió miedo. “Algo malo había pasado”.
-
Miré aquí, al kiosco, por si era contigo, aceleré
el paso. Tú ya estabas junto al coche. Entré la primera para ver cómo estaba el
hombre.
-
El pobre hombre estaba
congestionado, todo rojo, tembloroso. Lloraba. Se apretaba el pecho, –señala Laura-. Intenté
calmarle. Pero viéndolo que apenas reaccionaba, tomé el móvil y llamé al 112.
-
En ese momento fue cuando llegué al kiosco, - especifica el
cliente-. Y me asusté. Vi al coche de la Policía
girar hacia aquí en sentido prohibido, con precipitación y ruido de neumáticos.
Bajaron rápido.
-
Llegó la Policía, dos
agentes. Les señalé dónde estaba el hombre, dentro del coche, -nos relata Pablo-. Le preguntaban, pero él no respondía. Ahora estaba inmóvil,
sin color y respiraba con dificultad. Los agentes me preguntaban.
-
Otro agente acudió en
moto, -dice
Laura-. Tras escuchar las indicaciones rápidas de
quien parecía el jefe, acelera la moto y se va por donde le indicamos que había
huido el atracador.
No he sido testigo directo aunque, en estas
situaciones, nace una pulsión humana. Lo que acontece al prójimo nos zarandea. En
Murcia nadie es anónimo y todos se sienten protagonistas cercanos. Supongo que
también pasa en otras ciudades. Todo se hace carnal, íntimo, en Murcia, hasta
el calor de agosto parece sólido.
En esta apasionante efervescencia, rememoro la canción “Estabas conmigo”, del italiano Franco
Battiato:
“Lo que vaya a pasar
pasará
por más cosas que
hagamos para evitarlo.
Lo que vaya a pasar
pasará
porque ya ha pasado”.
-
Llegó enseguida la
ambulancia, -
testifica el parroquiano del kiosco.
-
Al ver la situación del
hombre, lo han sacado del coche. Entre el médico, el enfermero y un policía. El
conductor de la ambulancia proporciona la camilla, -sigue Pablo en su
informe-.
-
Le han puesto una
pastilla bajo la lengua. Y un suero en vena, - detalla Laura.
-
Estaba mal el hombre, por lo que parece.
-
Fue reaccionando, -cuenta Laura-. Y hablaba entre sollozos: “¿Qué he hecho yo? ¡Qué mala
suerte! ¿Por qué me pasa esto a mí?” Parloteaba, desordenadamente, de todo lo
que le había pasado, desde el hospital hasta aquí.
Quizá por repetir un relato que me cuentan pero no he
visto. Es cierto, lo que ignoro es si será creíble. El ser humano no puede
vivir plenamente si no hay algo capaz de llenar su ánimo. Solo le empuja irresistiblemente
hacia la vida lo que por entero inunda el interior.
Sigo dándole vueltas a lo del destino. Lo considero un error
de perspectiva, una reacción subyugada ante algo que no entendemos y por lo que
nos sentimos pequeños.
Lo del destino no es asunto simple, tampoco
vergonzoso.
-
“Esto es un infarto”, dijo el médico. “Una
ambulancia medicalizada viene para acá. Hay que hospitalizarlo”. –repite la
notificación el parroquiano.
-
Y eso es lo que ha
pasado… -despacha
Pablo con semblante serio en una impensable e imposible sonrisa-. Era un hombre que reía. Tenía
mucho humor, no cabe duda. Yo me río mucho con él.
-
¿Cómo puede ser que a
uno lo asalten dos veces en unas horas, y además, un infarto? ¡No somos nadie! –exclama el cliente.
Dar noticia de todo esto podía haberse resuelto en un
titular puesto en una esquina de la portada de un periódico:
“Atracan a un hombre dos veces en una hora y tiene que ser
hospitalizado por infarto”.
Me quedo callado. Recojo mi libro y
el periódico. Abono el coste, me despido y vuelvo a casa.
Pienso que nos estremecemos siempre hacia
el lado de lo funesto. De estar vivo a la desaparición hay apenas un chasquido
o un soplo.
Signo por el que he conocido de alguien
que ha sufrido una carrera de obstáculos físicos y emocionales. Será, quizá, lo
que nombran y aceptan como el destino.
En unas apretadas horas, este hombre
ha vivido desde la inquieta preocupación hasta el crudo miedo. Luego la
impotencia y la rabia, con una añadida situación de peligro que desemboca en el
sinsentido.
Explicarlo puede ser cruel, hasta inhumano.
Lo que nos hace humanos, pobremente humanos, es esta conjunción de
casualidades, o de influencia de los astros, o de los hados…
No sé cómo estará el hombre tras ser
víctima de la reunión y hostilidad de los hechos en esta mañana de domingo.
“Vivimos en la
impermanencia,
la incertidumbre de
la vida condicionada,…”
sigue diciendo
Battiato.
En esa predestinada lógica, este relato
ya estaba escrito. O estaba reservado para que yo la escribiera. Y no he sabido
buscar el artículo más interesante.
Lo que es seguro es que no tiene
vuelta atrás.