miércoles, 26 de agosto de 2015

FARÁNDULA DE AGOSTO: “CANNA BREVIS” EN OJÓS


    - ¿Nos podemos quedar a ver? –pregunta Martina, una niña de unos nueve años, que quiere ver lo que hacen todas estas personas, venidas de fuera, en el Centro Cultural.
   -  ¡Claro! Vosotras ahí, sentaditas. –le responde Diana, la autora/directora de las historias que se van a contar esta noche en el escenario.
    -   Si nosotras no vamos a molestar, -insiste la niña.
-      ¿Cómo te llamas?
-      Martina, -responde con decisión.
-      Y ella, ¿es tu hermana? –sigue preguntando Diana.
-      No. Es mi prima, pero como si fuéramos hermanas. Se llama Violeta, -resuelve Martina.
-      Hola, Violeta, ¡qué nombre tan bonito!
-      Gracias. ¿Nos dejas que estemos aquí? –pregunta Violeta.
-      ¡Claro que sí! Si os gusta, os quedáis. ¿Vale?

       
        Las dos niñas se acomodan en las butacas de la primera fila. A Martina se le ilumina la cara cuando aparecen las Varó, actrices, con el teléfono móvil y la jerga juvenil. Mira a su prima Violeta, que mueve el dedo índice sobre la boca pidiendo no hablar; le señala lo que ocurre a dos metros de donde ellas se mantienen interesadamente atentas.

       …Y dimos con Ojós, lugar fértil en el río Segura, en el valle entrañable que ha heredado rasgos de tantas culturas. Una joya viva y un espacio para el agua y la historia.
      

       (Para quienes esto lean y no son de por aquí, o no conocen este lugar murciano, dos notas previas: una, que se pronuncia y se escribe en aguda: “Ojós”, -no es ‘ojos’-. La otra es que viene del árabe "Oxoxe", que significa "ambrosía de los huertos").

       El huerto del teatro va consiguiendo frutos. 
     Diana no puede reprimir una amplia sonrisa de satisfacción por la presencia y actitud de las niñas. “Así se empieza en la historia de los gustos de cada quien, - medita Diana-, en un momento en el que se descubre la magia de la interpretación: ser una y hablar por otra”.
     
        El ensayo camina imparable. Quienes se habían quedado de mirones, menos Violeta y Martina, han abandonado la sala. Las niñas, con ojos desmesuradamente abiertos, en silencio, como esponjas que se empapan del aire mágico de los contadores de historias, parecen atrapadas por el trance escénico.

      A Ojós llegó el grupo de teatro “Canna brevis-APROMUBAM”, en ruta cultural. Los componentes del grupo han alcanzado el pueblo como cuentas de rosario, por las serpenteantes carreteras del itinerario, a través de los pueblos al paso. Así es el valle de Ricote.
      Arribaron al Centro Cultural, situado muy cerca del río. Allí, primero, acomodar el mobiliario y atrezo, prueba de luz; después, ensayo. Luego función nocturna. 
     
Obtener cosecha no es tarea fácil. Primero sembrar. Y, en la espera, el cuidado de cada momento.  
    La mañana había resultado inquieta: “Piano insuficiente”.
     -  Sólo tiene cinco octavas, y un piano que se llame tal ha de tener ocho octavas y algo más, - asegura Mónica.
            (¡Lo que aprende uno en esto del artisteo!).
      Intranquilidad por si no se puede solventar esta inconveniencia. Se forma parte del mismo juego. Y si una pieza falta, el engranaje se resiente. Afanes y, también, deseos en sortilegio que no se quiebre la magia del teatro. ¡Y que no aparezca un nuevo traspié!
      Gestiones, llamadas, y ¡por fin!, Mónica, la pianista del grupo, pasa a recogerlo, lo carga en su coche y, hale, para Ojós, con la copiloto Diana de Paco, autora/directora de lo que va a pasar aquí.
Acaba el ensayo. Un paréntesis, descanso para tomar algo y, enseguida, vestir los ropajes definitivos.
        Martina y Violeta también se ausentan.

-      “Señoras, señores, la función comenzará en tres minutos” –avisa la voz de Diana, a través del micrófono.

      Violeta y Martina… ¡han vuelto! Vienen acompañadas por quienes, presumiblemente, son las abuelas. Pero ellas se sitúan en la primera fila, dejando atrás a las abuelas: evidente condición para no perderse nada.
Diana no puede reprimir la alegría complacida de que las niñas estén presentes.
-      “Señoras, señores, la función comenzará en dos minutos” –insiste la voz de Diana, quebrada por la emoción de tan singulares espectadoras.

-      Habéis vuelto. ¡Qué bien! Gracias. -les acentúa Diana.

-      Es que está bonico esto, -señala Martina.

     
Comienza la función. Con todo.
     Y desde el romance inicial hasta la apoteosis final, todo ha transcurrido con la esperada normalidad.
     Martina y Violeta se van. Se despiden de Diana y de las actrices mientras saludan con un movimiento de sus manos en significado de adiós.
-      ¿Volveréis por aquí otro día?
     Respuesta enunciada desde el corazón pero callada en los labios.
    Mientras los cómicos recogen enseres, en la soledad tras el espectáculo concluso, Diana se arranca a cantar; le secunda Leticia. Dúo en diálogo de trovadoras. Alguien balbucea la posibilidad y conveniencia de que diversas canciones tengan cabida en los próximos espectáculos. ¡Quién sabe…! Lo mismo se ensambla un Music Hall.
      (De ello, si hay lugar, mejor hablaremos otro día).

    Recogido todo, apagadas las luces, ya en la calle, envueltos en la fresca brisa del Valle, dispuestos a la despedida, se escuchan las palabras de Santiago:

         
Ha sido un buen momento de encuentro, de creación y de regreso al origen. Renovación y esperanza. Actuar nos cohesiona cordialmente y es muy grato. Alegría de todos, entrelazados de afectividad por las cosas bien hechas”.

miércoles, 19 de agosto de 2015

EL DESTINO -?- DISPONE DE LAS CRÓNICAS ESCRITAS.


-     Y eso ¿cómo ha podido ser?

-     Pues ya ve usted, cosas que pasan.

-     Pero, esto no tiene explicación.

-     Pues así ha pasado.

-     Cóbreme el periódico, también esta revista.

-     Son ocho con cincuenta.

-     Aquí tiene.

-     No le oigo bien, con las campanas… -dice Pablo, el quiosquero.

-     Que lo que me cuenta es increíble…

  Suenan las campanas en volteo y diálogo exacerbado desde la iglesia cercana. Es domingo por la mañana, poco más de las nueve. Convocan al rito religioso dominical. Hoy con más fuerza si cabe, porque es la festividad del santo que libró de la peste a toda el área geográfica, desde Montpellier, en Francia, hasta Cádiz. Sí, es san Roque: “Gloria al santo protector…”, parecen las palabras que emiten desde el campanario. Se hace difícil escucharse y, aún más, si las palabras se pronuncian discretas y temerosas.
Asfalto desierto, adoquines descansando. En todo el tiempo que estoy aquí sólo ha pasado un coche. Domingo de agosto, día de playa o de campo, lejos del calor abrumador de los días de un desatado verano. Las campanas y su eco en las fachadas siguen en convocatoria a los fieles del ámbito. Apreciar las palabras resulta difícil.
He alcanzado a escuchar ese retazo de conversación entre el dueño del kiosco, Pablo, y un cliente. Caras serias en ambos. Saludo con “¡buenos días!” y miro a los dos. Le pido al kiosquero que me dé el libro de la colección semanal y el periódico. Parece que no me ha oído con el fragor del campaneo. Mira al vacío, como ensimismado, en dirección al cliente que recoge las vueltas de un billete de diez euros.
A mi saludo se produce una respuesta oscura.

-     Buenos días… para quien lo sean, -responde el parroquiano de prensa. Niega insistentemente con un movimiento de cabeza, como si quisiera sacudir un mal pensamiento.

-     ¿Perdone…? –pregunto sin convicción, sólo por constatar que mi presencia no incomoda.

-     Disculpe,… no va con usted… Es que no estamos de humor. Hemos visto lo de ese hombre que…

-     Ha sido muy fuerte lo que ha pasado aquí, hace un momento, -interviene Pablo, el kiosquero.

-     Ha debido de ser grave. Sus caras hablan por sí solas, -me atrevo a decir, tanteando con cautela el delicado terreno.

-     Sí, grave ha sido. ¡Pobre hombre! –se compadece Pablo.

-      Pero es que… -dice el hombre-…no tiene lógica. ¿Cómo le puede pasar todo eso a una persona en un momento?

-     A ver, -intervengo con decisión, para enterarme de una vez-, díganme algo, por favor. Ya me intriga lo que sea de lo que estén hablando.

Los dos se miran, Pablo resopla. El cliente amaga con irse pero vuelve, se apoya en el kiosco, mira al suelo. Sigue moviendo la cabeza en sentido negativo. 

-     Pues verás, es que a un hombre le han asaltado ahí mismo, ahí, en la parada del autobús, - emprende el hombre cliente el relato.

-     Conozco a la víctima, -afirma Pablo-. Hace poco más de dos horas, cuando abrí el kiosco, el hombre me aguardaba. Me pidió el periódico. Se lo vendí. Pero un minuto después me pidió que se lo guardara, que vendría después a recogerlo, porque no se sentía bien.

-     Aparenta unos setenta años o así. Lo que no te he entendido es por qué se trajo el coche, -apostilla el comprador de prensa.

-     Yo le dije si quería que llamara a alguien de la familia. Me aseguró que no hacía falta. Pero que, para salir de dudas, se iba al hospital, - confirma el del kiosco.

-     Tendría a algún familiar ingresado, -por no quedar fuera de la conversación, me atrevo a elucubrar.

-     No, no… Era para él, quería que lo vieran. Sentía, dijo, una opresión en el pecho. Nada grave, según él, pero que era mejor que lo vieran en Urgencias, -aclara el del kiosco.

-     Con un dolor y conducir el coche…

-     Eso le indiqué yo, que tomara un taxi. O el autobús. Me dijo que no pasaba nada, que enseguida volvería a recoger el periódico.

-     Y entonces… -menciono con tono de esperar respuesta que aclare la relación entre la opresión pectoral y que le atracaran.

-     Se marchó al hospital. Según me contó él mismo a la vuelta, enseguida le atendieron. Le realizaron un electro. Y que no era nada. Le indicaron que si le seguía la molestia, que volviera.

-     Hasta ahí, bien ¿no? –digo.

-     No tan bien, -interviene el abonado-. Al llegar al coche, allí, en la acera del hospital, se le acerca un hombre joven, con un cuchillo y le exige que le dé todo el dinero que lleve. O si no…

-     ¡Válgame el cielo! – profiero.

-      O lo que sea que valga, - sopla el parroquiano.

-      Cuando se fue el asaltante, gritó pidiendo auxilio. Acudió uno de seguridad del hospital. Tras hablarlo, le recomendó que pusiera denuncia en la Policía –informa Pablo, el del kiosco.

-     Lo que no me explico es cómo,  en su estado y con los nervios del atraco… -me atrevo a intervenir.

-     Dijo que no tuvo tiempo de asustarse, y que le vino más energía. Quiso poner la denuncia en la Comisaría del barrio, aquí, cerca de su casa. Subió al coche, se vino para acá y aparcó ahí mismo, ahí, -señala Pablo.

-      Y a eso se vino, a denunciar, -remacha el asiduo.

-     ¡Lo gordo viene ahora! –advierte el kiosquero.

-     ¿Más?

-     Pues el hombre estaba colocando el coche para no estorbar y ponerlo cerca del kiosco y…

-     …Y un muchacho, con decisión y prisa, agarra la puerta, la abre, le enseña un cuchillo y le requiere para que le dé el dinero, -cierra el afiliado a la prensa.

-     ¡Joder…! ¿Otra vez lo mismo? ¡Dos robos!  En menos de dos horas…, -emito sonidos ininteligibles, como forma de decir.

-     Sería su destino, -asevera el comprador de periódicos.

     El destino. Tremenda palabra. La recibo como un impacto de piedra. Eso es lo de que todo está escrito y nadie puede oponerse. Me suena a conformismo disfrazado de inevitable. Nunca lo he creído. Confío en la libertad y en que el ser humano es el verdadero dueño de su propio destino. Sólo que no contamos con el poderoso imponderable de que los demás pueden ejercer su libertad del modo más desagradable para nosotros. Pero lo del destino

      Si estuviera aquí mi vecino me diría que el destino existe y se cumple. “¡Que no!”, le dictaría yo. Y él me insistiría con sus notas eruditas. (La verdad es que sabe mucho). “Esto del destino ya lo sabían los antiguos griegos. Sófocles, autor de teatro, en ‘Edipo’, escribió el fatum. Y se le advierte a Edipo lo inexorable: que se casará con su madre. Él, para evitarlo, huye a otra ciudad, Pero, ¡ah!, allí se enamora de una mujer que resulta ser ¡su madre! Lo que está escrito en el destino no hay quien lo desvíe”, me explicaría.
         Y yo trataría de argumentarle que cada quien es causa de su suerte.
Pero, no sé, con esto que le ha ocurrido a este hombre… Se abre una vía que da cabida a eso del destino. Es la cultura dominante. Concepto asumido que no tiene precisión ni novedad; no viene de pensar, sino de sentir. La teoría del destino no nos hace felices.

-     Llamé a la Policía, -dice el kiosquero-. El hombre le decía al atracador, con medias palabras, muy nervioso, que no tenía nada, ¡que le acababan de robar!

-     ¿Y qué pasó? –pregunta el cliente con consternación.

-     El delincuente me oyó. Y, al darse cuenta de mi llamada a la Policía, se tapó la cara con la camiseta, subida desde la espalda a la cabeza. Se fue corriendo a toda pastilla.

-     ¿Y el hombre atracado?

-     En el coche. Todo ocurrió muy rápido. En esto llegó mi mujer, Laura, asustada, -señala Pablo-. Aterrada dijo que había visto a un joven con la cabeza tapada, corriendo y que, al mirarlo, sintió miedo. “Algo malo había pasado”.

-      Miré aquí, al kiosco, por si era contigo, aceleré el paso. Tú ya estabas junto al coche. Entré la primera para ver cómo estaba el hombre.

-     Y ¿qué le pasaba?

-     El pobre hombre estaba congestionado, todo rojo, tembloroso. Lloraba. Se apretaba el pecho, –señala Laura-. Intenté calmarle. Pero viéndolo que apenas reaccionaba, tomé el móvil y llamé al 112.

-      En ese momento fue cuando llegué al kiosco, - especifica el cliente-. Y me asusté. Vi al coche de la Policía girar hacia aquí en sentido prohibido, con precipitación y ruido de neumáticos. Bajaron rápido.

-     Llegó la Policía, dos agentes. Les señalé dónde estaba el hombre, dentro del coche, -nos relata Pablo-. Le preguntaban, pero él no respondía. Ahora estaba inmóvil, sin color y respiraba con dificultad. Los agentes me preguntaban.

-     Otro agente acudió en moto, -dice Laura-. Tras escuchar las indicaciones rápidas de quien parecía el jefe, acelera la moto y se va por donde le indicamos que había huido el atracador.

No he sido testigo directo aunque, en estas situaciones, nace una pulsión humana. Lo que acontece al prójimo nos zarandea. En Murcia nadie es anónimo y todos se sienten protagonistas cercanos. Supongo que también pasa en otras ciudades. Todo se hace carnal, íntimo, en Murcia, hasta el calor de agosto parece sólido.

En esta apasionante efervescencia, rememoro la canción “Estabas conmigo”, del italiano Franco Battiato:

“Lo que vaya a pasar
pasará
por más cosas que hagamos para evitarlo.
Lo que vaya a pasar
pasará
porque ya ha pasado”.

-     Llegó enseguida la ambulancia, - testifica el parroquiano del kiosco.

-     Al ver la situación del hombre, lo han sacado del coche. Entre el médico, el enfermero y un policía. El conductor de la ambulancia proporciona la camilla, -sigue Pablo en su informe-.

-     Le han puesto una pastilla bajo la lengua. Y un suero en vena, - detalla Laura.

-      Estaba mal el hombre, por lo que parece.

-      Fue reaccionando, -cuenta Laura-. Y hablaba entre sollozos: “¿Qué he hecho yo? ¡Qué mala suerte! ¿Por qué me pasa esto a mí?” Parloteaba, desordenadamente, de todo lo que le había pasado, desde el hospital hasta aquí.

Quizá por repetir un relato que me cuentan pero no he visto. Es cierto, lo que ignoro es si será creíble. El ser humano no puede vivir plenamente si no hay algo capaz de llenar su ánimo. Solo le empuja irresistiblemente hacia la vida lo que por entero inunda el interior.

Sigo dándole vueltas a lo del destino. Lo considero un error de perspectiva, una reacción subyugada ante algo que no entendemos y por lo que nos sentimos pequeños.
Lo del destino no es asunto simple, tampoco vergonzoso. 

-      “Esto es un infarto”, dijo el médico. “Una ambulancia medicalizada viene para acá. Hay que hospitalizarlo”. –repite la notificación el parroquiano.

-     Y eso es lo que ha pasado… -despacha Pablo con semblante serio en una impensable e imposible sonrisa-. Era un hombre que reía. Tenía mucho humor, no cabe duda. Yo me río mucho con él.

-     ¿Cómo puede ser que a uno lo asalten dos veces en unas horas, y además, un infarto? ¡No somos nadie! –exclama el cliente.

Dar noticia de todo esto podía haberse resuelto en un titular puesto en una esquina de la portada de un periódico:

Atracan a un hombre dos veces en una hora y tiene que ser hospitalizado por infarto”.

Aquí estoy, con esto.
Me quedo callado. Recojo mi libro y el periódico. Abono el coste, me despido y vuelvo a casa.
Pienso que nos estremecemos siempre hacia el lado de lo funesto. De estar vivo a la desaparición hay apenas un chasquido o un soplo.
Signo por el que he conocido de alguien que ha sufrido una carrera de obstáculos físicos y emocionales. Será, quizá, lo que nombran y aceptan como el destino.
En unas apretadas horas, este hombre ha vivido desde la inquieta preocupación hasta el crudo miedo. Luego la impotencia y la rabia, con una añadida situación de peligro que desemboca en el sinsentido.
Explicarlo puede ser cruel, hasta inhumano. Lo que nos hace humanos, pobremente humanos, es esta conjunción de casualidades, o de influencia de los astros, o de los hados…
No sé cómo estará el hombre tras ser víctima de la reunión y hostilidad de los hechos en esta mañana de domingo.

Vivimos en la impermanencia,
la incertidumbre de la vida condicionada,…”

sigue diciendo Battiato.


En esa predestinada lógica, este relato ya estaba escrito. O estaba reservado para que yo la escribiera. Y no he sabido buscar el artículo más interesante.


Lo que es seguro es que no tiene vuelta atrás.