sábado, 30 de diciembre de 2017

Nochevieja: tránsito y esperanza.


LA ÚLTIMA CAMPANADA


Temperatura de calidad primaveral envuelve a la noche, como si estuviéramos en abril. Serán cosas del cambio climático, piensa el padre. Sobre la mesa han colocado dos jarras de agua, elemento habitual en los rituales de Nochevieja. Representa el alejamiento de las penas sentidas a lo largo del año y se prepara para el recibimiento de todo lo bueno.
     Desde la sala del comedor se divisa gran parte de la plaza y de la calle, por la que no cesa el tráfico de coches y el ruido. La cena llega a su fin, toman postres de frutas y dulces elaborados.
    Entre risas cómplices, repasan las señales del rito para esta noche. Lola, la madre, enciende las cinco velas verdes de cera natural, señal por la que se pide salud para cada uno de los presentes. Marta, la hija, pregunta si todos llevan alguna prenda roja pegada a la piel, para el buen amor. Maletas hechas, dispuestas en la puerta de la casa, es señalado deseo de viajar. En el fondo de las copas, un objeto de oro o plata: anillos, pendientes, moneda… Por lo de la prosperidad económica. Al otro lado de la puerta, una escoba, para barrer las penas y los malos pensamientos.
    En menos de media hora se agota 2017.
    La conversación gira en los comentarios sobre el vestido de Marta. Es una prenda en color rojo fuego, traslúcida, un vestido largo hasta los pies, que reserva a las miradas por un forro de raso rojo pasión, a modo de minifalda interior. Sostenido por finos tirantes, queda libre toda la espalda y, por delante, el escote de vértigo que resalta el pecho. El padre lo define como ‘no-vestido’.
    La madre asegura que su hija viste tal como lo requiere la noche. Y que está guapísima. Y su amigo vendrá a buscarla para disfrutar del momento en la benigna madrugada murciana.
    El hijo de esta familia, pendiente del teléfono móvil, mira porque vibra y avisa de alguna comunicación. Tras comprobarlo, pregunta a su familia si también él va guapo con el esmoquin.
—¡Claro que sí, Álvaro! ­Estás guapísimo, pareces un príncipe de película. —responde la abuela con gozo y sin titubeo—. ¡Ya quisiera quedar para esta noche con un hombre como tú!
Abuela, ¡qué dices! —se sonroja el nieto.
No entiendo que tu padre desapruebe el vestido de tu hermana.
—¡Es que Marta va provocativa, casi desnuda! —exclama con enfado el padre desde la cabecera de la mesa.
 —¿Provocadora? ¡Me habría gustado, con sus años, resplandecer como luce tu hija esta noche! Pero, ¡ay!, aquellos eran otros tiempos, —expresa la abuela, en la nostalgia de que el tiempo presente es mejor y más libre.
Mamá, no digas tonterías, —amonesta el padre de familia a la abuela.
Desde luego, papá, —interviene Marta—, parece que te has caído de una maceta o algo así.
Mira, niña…, —intenta hacerse oír el hombre en tono paternalista.
Con veinte años cumplidos no soy ni me siento ninguna niña, —apostilla Marta.
Tengamos la fiesta en paz, —interviene Lola, la madre—. La moda y la noche son así. Marta ha decidido que esta noche se viste de esta forma, y me parece que está estupenda. Lo fundamental es que ella se sienta a gusto.
—¿Tú, Álvaro, no dices nada? —pregunta el padre en busca de apoyo del hijo, que está en otra órbita.
Has recibido un mensaje, Marta, —advierte Álvaro.
No, no, te lo han enviado a ti.
Que no, que no, que mi tono es distinto al tuyo.
    Los padres manifiestan con desaire que resulte más importante para los hijos la atención telefónica, saliéndose de la conversación. ¡Ah!, ante las nuevas formas, hay que rendirse. El tradicional sonido de zambombas y panderetas hace tiempo que fue sustituido en los hogares por las sintonías de los teléfonos móviles. Es el nuevo sonido de la vida.
    Álvaro descubre que, para alguien, cuyo teléfono móvil desconoce, es importante:
                «...que, en Nochevieja, la magia sea tu mejor traje, tu sonrisa el mejor regalo, tu felicidad mi mejor deseo... y que sigas siendo como eres. Feliz Año Nuevo».
      Otros muchos mensajes se empeñan en que «2018 sea todavía mejor que el 2017», sin la mínima idea de cómo te ha ido este año. Realmente, con las nuevas tecnologías evolucionan los mensajes:
“...«pro mira como bbn los pces en el rio».
¿Desvarío colectivo? Formamos parte de esta locura en Nochevieja. «Pásalo». Miran con prisa las pantallas del televisor y de los móviles, sin tiempo apenas para sí mismos.

       Mientras tanto, Lola ha traído desde la cocina, dispuestas en cinco cuencos, las uvas para cada uno.
    Alberto, el padre, enciende el televisor. Desde la Puerta del Sol, en Madrid, se ve en la pantalla a innumerables personas saltando con alegría mientras les enfoca la cámara.

   Quedan dos minutos para que suenen las campanadas. Cada quien comprueba el número exacto de uvas. Alberto quita el envoltorio de la boca de la botella de cava y retira el alambre. Lo importante es que, para el brindis, suban muchas burbujas 'en rosario', símbolo de felicidad.
     En el televisor suena el repique de llamada del reloj.
       
   Comienzan las campanadas. Con cada una se toma un grano de uva:
«…cinco…, …nueve…, once…» «once…», «once…»
       La imagen del televisor queda fija, sin más sonido y movimiento que el de la campanada número once. El árbol de Navidad, en el comedor de la familia, se ha apagado. Al igual que las luces de la calle. Hace un momento, subían los ruidos propios de esta noche. Ahora, silencio oscuro. ¿Qué ocurre? Las llamadas de socorro han quedado ahogadas por explosiones de petardos. Los fuegos artificiales, propios de la celebración de Nochevieja, quedan fijos en el cielo. No se oye nada.
          En esta casa advierten de sí mismos que el brazo se mantiene quieto y no hay voluntad que lo doble para acercar la uva número doce a la boca. Las miradas contienen el miedo y expresan el pánico que sienten los paralizados integrantes de esta familia.
     El momento, que prometía ser la conclusión alegre de una cena tranquila, se ha transformado en todo menos en eso.
     Es la abuela la primera en recuperar el movimiento, poco a poco. Deja su tazón sobre la mesa con el último fruto. Se levanta lentamente y hace la misma acción con cada uno de la familia. Nota que se le humedecen los ojos, está asustada. Hay que sobreponerse, quieta no se hace nada, determina.
     Los otros cuatro, ayudados por el abrazo de la abuela, recuperan movimiento con lentitud. Balbucean palabras confusas.
    —Este es el momento quieto, es el tránsito. Creo que pasamos a otra vida, —manifiesta la abuela mientras acaricia la cabeza de su nieta.
           Sus familiares, despaciosos, buscan respuestas en las miradas de los otros. La madre, cuando es abrazada por la abuela, se levanta torpemente y camina hacia donde está Álvaro, su hijo. Le rodea con sus brazos, protectora, y observa el parpadeo en el móvil.
     —¿Qué está pasando? —dice Lola, angustiada. —Nunca había vivido una situación así.
        El nuevo año se hiela sin camino en el tiempo y se resiste a entrar.
    Alberto observa que hay un trozo de hielo flotando en cada jarra. Se ha congelado el agua. Mira a Álvaro, de quien espera una respuesta.
           —El agua se congela a 4ºC, no a cero grados. Es lo que se llama la dilatación anómala del agua, con la que se protege la vida, —justifica Álvaro.
             —¡Ya te digo…! ¿Y qué tiene que ver eso con que el tiempo se haya detenido? —protesta Alberto.
             —Se puede congelar el tiempo, como le ocurre al agua, —­explica Álvaro.
             —¡Qué cosas dices! ¿A qué viene eso ahora? —dice con enfado el padre.
           —El agua se congela y protege la vida. Observa la costra helada. Como la capa de los mares helados, abajo fluye el agua y los seres vivos viven. Igual le ha pasado al tiempo. Y lo estamos viviendo.
         —Somos habitantes del mundo contemporáneo, vivimos en el siglo XXI, —interviene Marta—, el del cambio climático y también de mentalidad.
     —¿Cómo salimos de aquí? —se pregunta Alberto, inquieto.
     —Solo con sentido común, —advierte Marta.
     —Quien muestra mayor temple es la abuela, —dice Lola, su nuera, —hable usted, por favor.
     —No sé qué puedo decir, —aclara la abuela.
     —Inténtalo, mamá, —suplica Alberto.
       La abuela inclina la cabeza y mira atentamente a una de las velas. La llama se mueve, cruje la cera.
     —Creo que
     —Dí, abuela, dilo ya, —presiona impaciente Marta.
    —Creo que, en quietud, estamos en la sala de espera: no se moverá el tiempo hasta que todos digamos aquello que no nos hemos atrevido, y a hacer lo debiéramos durante el año que acaba. Hemos de ir y hablar con quienes tuvimos malentendidos o broncas. Mientras la llama se consume, vayamos y volvamos. Pronunciemos las palabras que rompen el hechizo:
                                  «Tiempo: clausura mi año. Porque aquí cierro mis errores
             y dejo todo lo que no quiero atrás, y que entre limpio
            el año nuevo. Perdono y me perdono».
   
        Solo sonará la última campanada cuando todos quedemos a bien con el año que termina—, implora la abuela.
           La duda del ser humano, como el más allá, es el paso del tiempo. Las preguntas se hacen de manera personal y directa. Hay que volver a pensar los símbolos, la sexualidad, lo afectivo, las costumbres.
      Porque no hay respuestas, solo huellas.
—«¡Doce…!», —grita Alberto con júbilo, mientras ha sonado la última campanada.
        La imagen del televisor se mueve, vuelve a sonar y la locutora habla de un momento extraño ocurrido aquí, que todos comentan. Dice que un portavoz del gobierno ha anunciado una investigación, que se difundirá en un informe.
La rosa más delicada puede vencer a un ejército, —afirma Lola, con orgullo, mientras pasea la mirada cariñosa sobre los suyos.
      Cogidos de la mano, los cinco sonríen.
      Y se agrupan para hacerse una selfie.
     Así comenzó el día de Año Nuevo.
     Han pasado ya veinte minutos.
     Suena el timbre de la puerta. Vienen amigos a buscar a los chicos.
     La realidad se levanta, se sueña y se construye. Con versos luminosos dedicados a las personas, a las estaciones, a la playa y al bosque, a la lluvia suave y a la tormenta, a la ciudad y a los problemas, a la incomprensión y la ausencia… Para vivir, para aprender a vivir.
      Ha sido un viaje del espíritu, —con sentido filosófico, no religioso—.

          Cualquier parecido con alguna película o con la realidad es pura coincidencia.









martes, 26 de diciembre de 2017

Del tiempo que pasa, de la libertad ganada y del amor que pervive.- [Un relato en Navidad]

     

De madrugada, también es Navidad
 
      Abundante hasta lo excesivo, la cena de Nochebuena había transcurrido entre bromas y comentarios repetidos, calcados de años anteriores, sobre los variados manjares que sólidamente poblaban la mesa, y de lo mucho que ha comido cada cual.
       Aparecen las bromas con polvorones y alfajores en la boca, pronunciando palabras que contienen “pes”, (‘Pamplona’), o “emes” (‘mamá’) y con “bes” (‘beber’), en frases que contengan estos sonidos bilabiales, que desgranan y lanzan explosivamente al aire el dulce recién ingerido, lo que provoca carcajadas en los niños.        
      Alguno de los mayores incita a los más jóvenes a cantar algún villancico. No se animan. De entre los ocho chicos presentes, solo tres, los más pequeños, se suman a la iniciativa efímera. Los cinco adolescentes, dos chicos y tres chicas, no quieren participar, entregados como están en desentrañar y responder los poderosamente misteriosos mensajes que continuamente les llegan al teléfono móvil. O enfrascarse en un juego electrónico.            
       En una proximidad de eco sin lejanía, con nitidez suenan las campanadas que son el filo del tránsito hacia un nuevo día. Son las doce en el reloj de la iglesia cercana. Tras el revelador sonido de la hora frontera, las campanas inician un último reclamo, en volteo de aviso para la Misa de Gallo, propia de esta noche.            
       El abuelo Francisco presupone, con un procurado tonillo interesante, que es momento propicio para comentar leyendas y narraciones orales de su juventud, en torno a esta noche del 24 de diciembre. Intenta contar sus recuerdos.
       Nadie le escucha.
             Dos niños y una niña, los más pequeños, se han dormido. Tres mujeres, a la vez que madres, de los jóvenes y niños presentes, trasladan a la cama a los durmientes. Una de ellas es hija de Francisco, las otras dos son nueras. Los jovencitos, sentados frente al televisor, además de atender rendidamente a los teléfonos, miran una comedia, ¡cómo no!, de argumento navideño y travesuras de niños.            
     Al abuelo no le hablan ni se despide nadie. El yerno-cuñado charla apasionadamente con los dos hijos de Francisco. La conversación salta de un tema a otro, desde aspectos políticos de actualidad, hasta lo que podría valer este piso-vivienda de la calle Mayor, donde vive solo el abuelo, pues la abuela ya hace cuatro años que se fue por el sendero sin retorno.            
      Las mujeres conversan en la cocina, en una escena de equívoca y desigual asignación de roles, mientras ponen orden y limpieza en utensilios, lavavajillas y frigorífico. El abuelo pretende colaborar, pero se le pide que se quede sentado.         
    Mientras tanto, los tres hombres cuarentones se acaloran en cada tema que tocan. Elevan la voz, quizá en la creencia de que a mayor volumen más convencimiento. Para calmar el exaltado y seco estado de sus gargantas, o, tal vez, para suavizarlas, rellenan las copas con cava catalán y beben. También de los vasos con ginebra de marca cara, vertida sobre cubitos de hielo y un trozo de limón, en los que añaden una bebida burbujeante. Beben con alternativa avidez de los dos brebajes. Tan absortos están en su conversación y en que no queden vacías las copas, que no han advertido la ausencia del abuelo.       
     Francisco, sin aspavientos, se ha levantado de la mesa y ha salido a la calle. La noche no es tan fría como quizá se adivinaba tras los cristales. Emocionado por este momento de espontánea libertad en soledad querida, apresura el paso, como si quisiera llegar pronto a alguna parte o alguien le esperase.
Desemboca en una plaza, la de la iglesia desde la que las campanas marcaban la hora y llamaban a misa. Francisco, cansado tanto por el trajín del día como por la hora que es, además del trotecillo que ha imprimido a su paseo con humedad ambiental que, poco a poco, le penetra en los huesos. Dos calles antes, ha pasado junto a un belén expuesto al aire libre.
        Se sienta en un banco de madera y advierte la dureza y frialdad de este mueble urbano.            
Muy cerca observa que, con irregular cadencia, transitan grupos de jóvenes, chicas y chicos, en toda su vitalidad revoltosa y jaranera. Hablan a gritos. Portan bolsas en las que se adivinan botellas de licor, cubitos de hielo y vasos de plástico. Una de estas cuadrillas en algarabía, coloca vasos y botellas en el asiento del banco donde descansa Francisco. Es como si no le vieran.
    Una chica se le acerca y le pregunta:
 Caballero, ¿está usted bien?
           
Sí, estoy bien. Gracias. Solo que os miro y me dais envidia. Y, ¡ah!, que sepas que “caballero” es el dueño de un caballo, —matiza Francisco.
           
Es lo que se le dice a los hombres mayores, —insiste la chica.
        
—¿Por qué dice lo de envidia? —pregunta otra chica que se les acerca.
            
Porque sois libres. Y con vuestra libertad podéis hacer lo que queráis, desde estar de madrugada en la calle, hablar fuerte, beber y fumar.
        
¡Y más cosas! grita un chaval que no debe de ser mayor de edad, con alegre y malévola risotada, que actúa como una llamada a los otros miembros de la manada, como quien convoca a espectáculo.          
Sí, claro: la de dejar toda la basura por el suelo, —dice Francisco en tono de protesta.           
Así creamos puestos de trabajo, ja, ja, ja           
        La costumbre extendida de que pandillas de mozos y mozas, en excitado tropel y con gran bullicio, cantan por la calle las canciones actuales que son su referencia. En este momento, una chica comienza una tonada y casi todos los demás se incorporan, desafinan; para, en unos segundos, acabar riendo ruidosamente.
        Los jóvenes se acercan y rodean a Francisco. Siguen bromeando con la presencia de su figura solitaria en esta hora de la señalada noche.
      Alguno de la cuadrilla pretende hacer burla. Enérgica, interviene la chica que se aproximó primero y trunca inmediatamente el intento de desprecio hacia el anciano.           
—¡Tome una copa con nosotros!, que la noche está muy fría, —le propone un inquieto adolescente, que se siente como héroe porque le han confiado la bolsa de las botellas.          
Sí, dadle un whisky, —indica otro chico.            
No, no quiero, gracias, —rehúsa Francisco, sonriendo—. Además, no bebo alcohol, que es malo para mi tensión.            
—¡Venga abuelo, tome y beba, que no se diga! —insiste el adolescente.          
     Se acerca una chica que calza zapatos bastos a la moda, medias negras, pantalón corto, jersey ajustado y escotado, y su cuello rodeado con un fino pañuelo. Se sienta al lado de Francisco y, con desparpajo, le apunta:            
—¡Tú lo que necesitas es una novia!        
     Brotan risas fáciles, frases retorcidas y forzadas en la búsqueda de alguna expresión que suponga gracia o chiste. Francisco calla. Percibe tanto el frío húmedo como la incomodidad de la situación, que presenta tintes oscuros e inciertos sobre dónde va a desembocar. Aprecia en las piernas cierta rigidez envarada. No tiene claro si podrá levantarse del banco y alejarse de la desagradable situación.            
     El ambiente y la costumbre, el comportamiento y los lugares en que la noche, tocada por un pálpito de ensoñación, no vive en las calladas palabras, sensoriales y elásticas, que bullen en la mente de Francisco, con las que se dibuja todo un otro mundo en el que iba a encontrarse.          
      Otra cuadrilla de jóvenes se acerca y miran curiosos lo que acontece en el corro desplegado en torno al abuelo. Uno de los nuevos jóvenes, alto y fornido, de pelo ondulado que le cae hacia los hombros, se dirige a los que ya estaban y les lanza una pregunta:          
—¿Qué pasa con este hombre? ¿Está enfermo?        
No, no; está aquí hablando con nosotros, no pasa nada, —responde el adolescente que antes ofrecía el vaso de whisky a Francisco.         
—¿Quiere que le acompañemos a su casa? —le consulta el joven recién llegado.            
No, no, —responde Francisco nerviosamente incómodo—. Vosotros seguid vuestra marcha que yo ya me voy a casa, enseguida—. Y comprueba con cierta esperanza que no todos los jóvenes, afortunadamente, son insensibles ni irresponsables.       
—¡Vámonos todos! —conmina con firme y estentórea voz el joven—, dejémosle tranquilo. Si él quiere estar ahí, respetemos su libertad.            
Es que este hombre es muy mayor para estar a estas horas por aquí. Y hace frío, —aclara la chica que se le aproximó primero.
Desde el nuevo grupo se adelanta otra muchacha, vestida de negro y un pañuelo rojo que cubre su cuello y cae sobre el pecho. Decidida, se sitúa detrás de Francisco, desde donde se dirige a todos los presentes:            
Este hombre, por la edad que debe de tener, seguro que luchó por la libertad de todos. Y gracias a su valentía, sacrificio y esfuerzo, junto con el de otros muchos, ayudó a conseguir que nuestros padres y nosotros podamos andar por las calles libremente, algo que ellos no podían hacer. Que nadie intente ridiculizarle por la edad que tiene y los problemas de salud, o porque está solo y nosotros vamos en grupo. Creo, y por eso lo propongo, que debemos respetar su libertad de estar aquí o donde quiera. Se merece un aplauso y que nos vayamos a seguir nuestra diversión en la Nochebuena.            
        Jaleo de aplausos y silbidos de aprobación llenan el ambiente de la plaza. Francisco se emociona y, apoyando sus manos en el asiento, se levanta y mira a sus aplaudidores.
      El joven alto y fornido se le acerca y le abraza. Inmediatamente después, con voz fuerte, informa:
—¡Vámonos! A seguir la marcha en otro sitio.
  Se oyen murmullos ininteligibles de los dos grupos de jóvenes que, despaciosamente, se alejan.
    Francisco queda solo otra vez. Busca en el bolsillo de su chaqueta un pañuelo de papel con el que secar las lágrimas que resbalan por su rostro. “No está todo perdido”, piensa.
      Escucha un ruido de pasos de tacón sobre el duro suelo de la plaza. Gira la cabeza y observa a una mujer de edad madura que se acerca con resolución. Francisco guarda el pañuelo mojado y aguarda a ver quién es y qué quiere esta figura femenina que avanza con decisión.
—¡Buenas noches, Francisco!
     El hombre se sorprende ante la seguridad con que la mujer ha pronunciado su nombre.
¿Me conoce? ¿Quién es usted?
No me llames de usted. Y sí, nos conocemos.
—¿De qué? —pregunta escéptico.
Espero que no te falle la memoria. Soy Elena.
—¿Elena? ¿Qué Elena?
            
       Es una mujer morena, de pelo delicadamente teñido de azabache, levemente maquillada, con un tono rojo suave en sus labios. Viste esmerada, y luce un vestido de fantasía de tonos rojos y algunas líneas blancas.
No creo que conozcas a muchas con mi nombre.
Conocí a una Elena cuando yo tenía dieciocho años, —precisa Francisco.
Pues esa soy yo. Y tenía un año menos que tú, —añade la recién llegada.    
Desapareciste del mundo y de mi vida, Elena: te fuiste pronto a la otra dimensión de la que no se regresa, sin compartir lo que ambos sentíamos, —recuerda Francisco. —Lloré por ti durante mucho tiempo.
No me fui de tu lado. Me empujó la enfermedad y desaparecí.
Sí, es verdad; lo recuerdo. Aún compruebo que vives en mi corazón. Pero… ¿es esto un sueño?
No, Francisco, no estás soñando.
Estás preciosa, apenas has cambiado.
Gracias. Tú sigues tan galante.
¡Qué absolutamente extraña es tu presencia!
No tanto, Francisco. Con quien se quiere, se está.
—¿Qué haces por aquí esta noche, a estas horas?
He acudido al ver que algunos de estos jóvenes pretendían hacer chanza con tu soledad.
Al final, no sé si lo has visto, me aplaudieron.
Sí, por tu lucha para la libertad y para que fuera normal la convivencia y el respeto de quienes piensan de manera distinta, —le dice Elena mientras se le acerca y le entrega un beso en los labios.
            
     La Luna en creciente es testigo de esta historia de amor que, aun pasados muchos años, un joven aún siente por una bella muchacha.
      Si en ese momento hubiera pasado un agente policial en su moto comunal, con el casco a la manera de los guerreros, y su chaqueta con bandas amarillas reflectantes, seguramente habría reparado en la escena, quizá en el hombre solo en medio del frío de la noche y en la hora que abre la madrugada.
            
     Un barrendero se aproxima. Lleva una manguera que lanza agua a presión y arrastra los residuos que esparcidos por el suelo concentra hacia la máquina aspiradora, que los recoge a la vez que moja el suelo.
Oiga, señor, que vamos a regar el suelo y le puede salpicar.
No se preocupe, estoy aquí bien, con esta señora
             Francisco mira nerviosamente a un lado y a otro, se gira y…
Está usted solo, caballero, —afirma el operario. (“¡Vaya!”, juzga Francisco, “otra vez me hacen dueño de un caballo”). ¿Se encuentra bien? Si quiere le puedo acompañar a casa; o llamo a un policía que le ayude. ¿Le pido un taxi, señor?
No, no; ya me voy. Vivo aquí cerca.
      Francisco inicia la retirada. En los primeros pasos arrastra los pies por el suelo; un tanto confuso con la súbita e inexplicable desaparición de Elena, su gran amiga de juventud.
     Sonríe y camina con brío y decisión hacia casa. Sin dejar de andar, gira la cabeza hacia el banco y, otra vez, en dirección a donde se encuentra el barrendero.
    Vuelve a sonreír. Saca del bolsillo el pañuelo para enjugar nuevas lágrimas emocionadas. Los pensamientos son tan intensos que acaban en palabras sonoras:
Elena… Elena… ¿dónde estás? ¡Qué pronto te has ido!
      El hombre, calmoso el paso y una sonrisa indudable y permanente en su rostro, insiste. Pronuncia una y otra vez, como un conjuro, el nombre de mujer.
            
      Francisco abre la puerta de casa y la cierra a sus espaldas sin apenas hacer ruido. Sus hijos y el yerno siguen en sus discusiones, ahora de fútbol. Las mujeres dormitan; los chicos mayores duermen en el sofá.
     Va al cuarto de baño. Cuando regresa al salón, su hija, restregándose los ojos, le dice:
—¡Cuánto has tardado ahí dentro, papá! ¿Te pasa algo?
Estoy bien, hija; no te preocupes.
No sé de qué te ríes, papá. Yo estoy muerta de cansancio.

    Ahí afuera la noche se vuelve helada. Los cuerpos alegres se destiemplan aún con la bebida y el deseo. Aquí adentro aparecen los encuentros y los encontronazos, las pugnas y los reproches. Y hay quienes somos transparentes, razona Francisco—, hasta la invisibilidad.
           
     La Nochebuena es, desde luego, un momento mágico, —madura Francisco, sin abandonar la sonrisa que le brotó ante la presencia de Elena y el recuerdo de la experiencia con los jóvenes.