La mañana se despierta en el griterío impetuoso
de las golondrinas. Hasta hoy no me había dado cuenta. Pasan las horas y
mantienen su sinfonía estas jóvenes recién llegadas. Me gusta mirar cómo surcan
el aire a considerable velocidad y no colisionan unas contra otras. Quizá en su
clamor se avisan entre sí, con voz propia, en anuncio de los caminos de vuelo.
Voces y maniobra en
el espacio compartido, surcan las golondrinas con sus azulados cuerpos negros, blancos
por debajo. La voz habla de su intimidad y propuestas de pasión. En su diálogo,
van y
vienen las golondrinas, en un recital de poemas sueltos, vuelven al punto en el
que creen y quieren. Un escenario que los ojos ven y los oídos agradecen.
Es la sonrisa del aire ante el doble viaje:
el que vemos, que manifiesta la vida; y el interior que es el
momento de la lucidez. Las emociones no habitan solas, sino embebidas en otros efectos.
Un paisaje, una persona, una acción, huellas inevitables. Maneras de entender lo
que hay. Y tenemos la impresión de que la tarea no está finalizada. Porque el
placer y el dolor, la necesidad y el deseo, la ensoñación, la comunicación y la
ausencia no se dejan coger de una vez.
La voz de las golondrinas es discurso por
el que se significa su insinuante cuerpo mudo.
Signo de primavera.
Me alegran las
golondrinas.
Estaba yo preocupada este año porque aún no han llegado los vencejos a mi plaza, pero ayer vi por la ciudad, lejos, no sé si vencejos o golondrinas. No sé por qué no los veo por las mañanas en mi plaza, y me pregunto si será porque este invierno tiramos el nido que había en el alero de mi edificio...
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