jueves, 16 de junio de 2016

CORAZÓN Y LIBROS, VIDA Y LITERATURA. AMISTAD

     6:25 de la tarde. Hacia el Museo de Bellas Artes, cruzo las plazas de Romea y santo Domingo como lo que son, en este caluroso día de junio: tramos de la travesía del desierto, que será así hasta que avance octubre.
       Ensayo general del grupo de teatro “Canna brevis”, por si procede, algún retoque o ajuste al recital de hoy.
 Charo Guarino, poeta y amiga muy próxima a la malograda Rosa Hernández, es, en esta ocasión, la directora-coordinadora del complejo acto. Evidente responsabilidad. Desde hace meses laborando en dos libros de Rosa publicados: “De profundis, rosae” y “Eros 2 8” —recién salido de imprenta, en tiempo real— para mostrar todo lo que se pueda sobre estos textos de Rosa Hernández.
    Denso programa. Que hoy abre con la presentación—recital en torno a “De profundis”. (En otoño, se presentará el otro libro, “Eros 2 8”).

Amistad es más que la bella perspectiva de una palabra.

       Existe amistad si se demuestra con actos y circunstancias, como le gustaba decir a Rosa Hernández.
      El acto—recital contiene múltiples significados, como lo son las caras de la moneda, desde el origen en que dos personas hermanadas, como el agua (Rosa), caudal de creatividad, —en literatura y pintura—, y el árbol (Charo), eco activo y autónomo, viva sombra espacial que, en la parte de acá, edita los textos escritos por Rosa. Doble espacio; uno, conquistado por la autora de libros publicados y, el otro, en el que habita vivamente, en el corazón y la memoria de Charo —quien ha recogido y dado vida a algunas piezas de Rosa Hernández— y otras muchas personas: mientras haya quien la recuerde, lea sus libros y los dé a conocer, vivirá.

         El valor y la influencia de una obra, su autora y quien la edita

    Al igual que resulta muy difícil hallar la diferencia entre el bailarín de su danza, tampoco es fácil separar a las autoras de la obra.

       Nueve piezas seleccionadas para el recital. De entre las que se destaca “Palabras”, sin demérito alguno de los otros ocho. ¿Hay un orden de prioridad entre amistad, vida y literatura? Al mismo tiempo, un buen ejemplo de lo que encontramos en el resto. El contenido de todos es eminentemente personal, a la vez que de calidad literaria, sin teorizar sobre los principios de la creación; plasmar las impresiones personales en lo que implica y significa escribir vida como literatura.

      Tienen los libros lo más grande, calidad y sentimiento. Y también quieren hasta lo más pequeño, el roce y las luminosas chispas que salen mientras recorren su camino. La amistad dura más de tres décadas intensas, vivida capítulo a capítulo. A quienes hoy preguntan y se emocionan, Charo pone la entonación y la mirada, también en las anécdotas.




 [Equipo técnico: Irene y Charo]

  







Cada vida es difícil, como una astilla de hielo. Y entre nosotros, en salón de actos del MUBAM, estuvo la madre, la familia y amigos de Rosa, quien eligió qué hacer con cada palabra, cada gesto. Bajo un techo de cristal emerge transformada en luz diurna, la que se despliega en cada una de sus obras, estudiadas y leídas con admiración y respeto.
       Fragmentos de esperanza en que no lo sabemos todo; quedan zonas donde la vida y la historia habitan.

     Los fragmentos, conciencia de espectadores, giran como al azar y vuelven profundamente reconstruidos. La recopilación por la editora, Charo Guarino, agrupa relatos y poemas, claves de un inspirado universo literario, proceso de pasión lectora: intención de la autora y apreciación de lectora. Varias de las historias tienen que ver con los años de infancia y juventud en los espacios la huerta, donde adquieren novedosa dimensión metafórica. Entrañable y lúcido.




  "Agua de lluvia". [Ángela, Sonia y Santiago].-
  
     Encontrará el lector cercanía, entendimiento, complicidad. También pasión. Y amor. Los textos de Rosa poseen timbre realista, asentados en las relaciones entre los personajes. Desde el primer relato, “Agua de lluvia”, los protagonistas viven la aventura de las goteras en las casas. Tal situación, historia de aquellos, afortunadamente ya, lejanos años, hace humor de lo que es realmente patético.  
       Realidad y personajes que intentan dar un nuevo sentido a sus vidas.


"María" [Diana, Ángela, Leticia y Juan].

 







   "Sublimidad de lo cotidiano", con Aurora Gil Bohórquez.














                           "Ángel". (Leticia y Juan)












 
    "Sonrío", [Pepa].-















                                 "Cosas sencillas", [Charo].-








        "Placeres solitarios" [Santiago].


















"El lenguaje de las cosas" [Loreto, Leticia, Sonia y Pepa].-




        Vivencias y tradición oral recogidas en la metafórica pasión, que no se desvanece como la llama de una vela. Todas las formas de la vida afloran como amapolas en campo de trigo, posibilitando que el lector deduzca sus propias conclusiones. No se sale indemne de estas cosas. Las historias, los acontecimientos y las anécdotas se expanden hasta contar la vida de una comunidad expandida y compleja. Sugerir la lectura de los relatos es más importante que cualquier cosa que se pueda añadir como presentación. 
  

  Interés tienen los textos que ofrecen la descripción de las extraordinarias personas normales, apresadas en los pequeños y grandes dilemas íntimos y sociales, testimonio potencial de múltiples manifestaciones humanizadoras.

     Lenguaje que busca la fusión entre el lirismo y lo natural con pasión impulsora de la actividad creadora, donde pesa el pensamiento y el orden, paradigmas de la amistad ajustada en el crecimiento interior y en la literatura.

       Dualidad vital, como los versos que escribió Goethe:
“…y lo que ha sido dado a toda la humanidad
quiero gozarlo yo mismo en mi interior,
asir con mi mente lo más alto y lo más bajo...”

      El espíritu de este libro, “De profundis, rosae”, revelador de la dualidad que señalamos. Su significado rebasa una relación afortunada: dos inteligencias que supieron congeniar y que mutuamente se fecundaron. Rosa y Charo representan la realidad, con carácter simbólico y cultural: amistad de continua trayectoria, convivencia, coloquio de colaboración y debate, afecto compartido.
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         Diez y media de la noche, de regreso. Antes, una gratificante y compensadora cerveza, conviviendo en la cercanía de familiares de Rosa y del grupo de teatro. En la calle sopla viento, parece movido por una mano amiga, se agradece, hace más amable la estancia, el diálogo y el paseo.

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          Y el texto, a continuación:
Palabras
    Y él, el amigo, me dice: “las palabras por aquí se las lleva el viento, vamos a tener que comunicarnos de otra forma”.
   
Pero yo sé que no, las palabras no se las lleva el viento, no, al menos, en mi cabeza. Mi cerebro las recuerda, juega continuamente con ellas. Como en una máquina de bolas, se iluminan, se encienden con un golpe de esa bola que toca aquí y allí. Luces de neón, fuegos artificiales son palabras en mi cabeza. Gestos que se hacen palabras, silencios que traduzco a palabras, emociones a las que designo con palabras.
    Mientras él, el amigo, dice eso, mi mente se pregunta: ¿Amigo? ¿Palabras? ¿Viento? Y juega con ellas, con su significado, con los recuerdos, con las emociones. Y crea pensamientos, frases que nunca serán voz.
 
 Pensando en las palabras me acuerdo de ella.  Recuerdo que mi madre me ha contado que lo primero que perdió fueron las palabras, pero no, no se las llevo el viento, se las llevó la enfermedad. Ella que hizo tanto bien con las palabras no hubiera consentido que se las llevara el viento.
    La imagino sentada en la mesita que tenían, muy pequeña, en la que siempre comieron todos.
    La familia fue creciendo y la mesa no, pero tampoco había mucho que comer, ni platos para poner sobre ella. Una cuchara para cada niño, otra para ellos y la olla en medio, no importaba que fuera pequeña. En esa mesa, la única que había en la casa, ella se sentaba cuando venían las vecinas con una hoja de papel de cartas y escribía las cosas cotidianas que las vecinas le contaban, con su letra redonda y femenina, contaba a los maridos ausentes, cuando eran más jóvenes por la guerra y más tarde por la emigración, que las hortalizas se habían helado, o que la cochina había parido; quizá que el niño mayor ya iba, de vez en cuando, a la escuela y estaba aprendiendo a escribir y pronto podría escribirle él. O alguna confidencia que la abuela jamás revelaba: un embarazo, recuerdo de la última visita o cualquier detalle más íntimo que ella guardaba como en secreto de confesión. Traducía a un lenguaje epistolar las cosas que esas mujeres solas le contaban y que llegarían a los maridos o los hijos que estaban lejos. Palabras afectuosas que quizá esas mujeres nunca dirían, por decoro, a sus maridos si los tuvieran cerca.
    Escribía al abuelo, que pasó la guerra en Teruel, en intendencia. Estuvo en casa de una viuda que tenía a un hermano cura escondido y contaba que un día cuando ya estaba cansado de seguir fingiendo que no se había dado cuenta le dijo que podía salir, que él no lo iba a denunciar. Por carta le comunicaría el nacimiento de su primer hijo, creo. Mi tío nació durante la guerra.
    Por carta se comunicaba más tarde con sus hijos mayores que emigraron a Alemania. Les daba cuenta de cómo iban las cosas en la familia y en el pueblo, si algún otro vecino había emigrado. Con palabras amorosas de madre los acercaba a su casa y a su país.
   Y llego un día en que se sentó a escribir, puso el encabezamiento, “Queridos hijos”, y no supo cómo seguir. No recordó cómo hacerlo.
     Los recuerdos que yo tengo de ella son de un tiempo después. La enfermedad fue muy rápida.
    Me gusta pensar que la última palabra que olvidó fue “amor”. Se acordaba del amor que sentía por sus hijos ausentes y de cómo escribírselo.
    Más tarde, cuando yo era niña, íbamos a casa del abuelo los domingos. A veces, cuando la cosecha o la venta de los limones había ido bien, el abuelo nos mandaba un taxi; otras mi padre hacía varios viajes con la moto; y otras, la mayoría, íbamos andando (de ahí vendrá mi gusto por andar).
   La abuela era muy golosa y ya entonces comía muy poco. Le encantaban los Dani de chocolate, un lujo que no se podían permitir en aquellos tiempos, pero que a la abuela se lo daban; también le gustaban mucho los caramelos Sacys. De camino a la antigua casa de mi madre hacíamos un alto en la tienda y comprábamos un duro de caramelos que mi madre repartía en nuestras manos para dárselos cuando llegáramos a la abuela. Los llevábamos apretados en nuestras manitas para que no se nos cayeran, y rara vez -aunque nos gustaban mucho- nos comíamos alguno. Queríamos guardarlos para ella.
      Lo último que olvidó fue el amor, aunque no sabía que había una palabra para designarlo, ni mucho menos recordaba cómo escribirlo. Pero cuando esos domingos veía aparecer a su hija mayor con sus nietas, las dos vestiditas iguales, con las manos apretadas y repletas de caramelos, una sonrisa le iluminaba el rostro, sus ojos, tan azules y grandes, se perdían con su espléndida sonrisa. Por un instante -quiero pensar-, recordaba el amor que sentía por su hija y por sus nietas, aunque no supiera lo que era ni supiera nombrarlo.
   Poco después mi madre nos dijo que a la abuela ya no le gustaban los caramelos, pero nosotras nos empeñábamos en seguir comprando, no podíamos entender cómo habían podido dejar de gustarle. Era cierto, ya no sonreía cuando llegábamos, la besábamos abrazándola y le mostrábamos unos pocos caramelos y su rostro no se iluminaba como antes. Los adultos no querían que se los diéramos y nos decían que mejor nos los comiéramos nosotras, pero nosotras lo que queríamos era recuperar la sonrisa de la abuela, esa que sólo duraba un segundo pero lo iluminaba todo. Ya no recordaba cómo comer, cómo tragar, y se podía atragantar.
   
Aunque en aquella época yo no tenía conciencia del tiempo, creo que pasó poco. Una mañana vinieron a buscar a mi madre y ella nos dijo que se tenía que ir, que ya éramos mayores y nos dejaba al cuidado de nuestro hermano. Yo tenía seis años, mi hermana nueve y mi hermano dos. Volvió por la noche, muy tarde y muy triste. Nosotros veíamos la tele y mi padre dijo que no podíamos verla. Cuando se estaba de luto no se veía la tele ni se escuchaba la radio. Mi madre dijo que no, que los niños no tenían culpa de nada. Y nos contó que la abuela se había ido al cielo.
      Ése es el único viento que realmente barre las palabras.
(Rosa Hernández)
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Nota.- Ha concluido el ciclo del curso teatral de “Canna brevis”.
             En el otoño, volvemos: homenaje a los cinco autores de aniversario y, en diciembre, con el reconocimiento a santa María de la Arrixaca.


3 comentarios:

  1. ¡Miles de gracias compañero, por tu crónica detallada y generosa! Sigue por esa senda de voz que no deja de sorprender y agradar.

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  2. Hermoso. Las palabras y el recuerdo de Rosa Hernández perdurarán , efectivamente, mientras personas como vosotros se reunan y pongáis vuestras voces, y mientras sigas escribiendo esa crónicas como sólo tú sabes hacerlo.

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  3. Leyendo se me mezclaban los sentimientos de tu relato y el recuerdo de una vivencia parecida. Gracias

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