lunes, 18 de julio de 2016

EN LA FRONTERA COMPARTIDA, DE ESPAÑA A PORTUGAL (MIÑO y II)

   
    Tras la mirada sobre el río Miño desembocando y la estancia en el monte de santa Tecla, y ya en el autobús se cruza por uno de los puentes de frontera y paso a Portugal, tierra tan cercana, en la geografía y en el corazón y, a su vez, tan desconocida.
         Recorridos unos trescientos metros, tras la señal de que se ha  cruzado la frontera y se está en el vecino país, cuando los avisos de mensaje suenan en todos los teléfonos móviles en un repiqueteo intenso y sostenido (en el mío, cinco mensajes): avisados y enterados de que otras operadoras de telefonía, —estamos lo que se entiende como “en el extranjero”—, se hacían cargo del servicio y cobrarían por su uso, (roaming). Motivo de comentario y preguntas de cuánto se aumenta el costo de una llamada.

                  Xavier, el guía, aprovecha el momento para otras informaciones y observaciones de comportamiento que seguir tanto en la posterior visita al pueblo como en el restaurante, como la de dar las gracias (‘obrigado’) y cuidarse de alabar la comida con el adjetivo ‘exquisito’, pues significa en portugués lo contrario que en español.

                 Arribamos a Valença do Minho, considerada la mayor fortaleza del Alto Miño. Intenso calor (38ºC) acoge al visitante en Portugal. Los pueblos fronterizos, a uno y otro lado, subrayan su identidad. Y esta Valencia portuguesa, en su centro histórico, mantiene las construcciones del pasado que fue glorioso y, ahora, los muros de piedra manifiestan las huellas dejadas por la lluvia a lo largo de siglos.
        Por calles adoquinadas, atravesamos, al menos, dos arcos empedrados. Desprende calor el granito por la ausencia de lluvia durante días. Son más de las dos de la tarde y el sol, inclemente, se complace en su caída sobre los visitantes y el territorio todo.
   
  Restaurante “Fortaleza”. Nos esperan. Como su nombre sugiere, fue lugar militar de vigilancia y defensa ante el vecino español, por si invadiera, en tiempos de convulsiones políticas. Hoy, olvidada la desconfianza, reconvertido en parador (‘pousada’), establecimiento para mitigar el hambre y el cansancio.
        Se ocupan las mesas. El menú estaba previsto: ensalada y bacalhau al horno, con vinho blanco da terra.

                 El bacalao horneado, bueno, El vino, normalito. Requerimos del camarero, por si podía ser, que proporcionara vino tinto. Sí, amablemente lo aportó: este vino era sensiblemente mejor. Los empleados vestían camisa blanca y pantalón y zapatos negros, también una ancha banda, también negra, a modo de ceñidor de cintura, que recordaba a la que se ponen los ‘forçados’, (toreros portugueses que aguantan la embestida del toro). Reconocible, pues, el casticismo. Solo faltó música de fado.  

         Conciencia de que se escribe a  manos llenas, sin parar en que solo hay que hacerlo de un aspecto. Intención de dar cabida al todo.

                 Hoy es día de anécdotas y seguimos con ellas.
Comienza el servicio. La bandeja con el bacalao es para dos personas, se comparte con el de enfrente. Pero mi vecino no quiere bacalao y cambia el menú por un filete de ternera. Le hago saber al mesero que, entonces… el plato de bacalao…

        —       Para usted solo; pues una vez puesto, ahí queda.

                 El bacalao, buenísimo, con guarnición de finas, crujientes y deliciosas patatas recién fritas. No quise defraudar, ya que me concedían el privilegio de que fuera solo para mí y di cumplida cuenta: sólo me faltó rebañar la fuente. 


       Mis convecinos, entre risas y comentarios diversos, alabaron mi apetito, haciendo señalamiento de cómo influye y se agranda el vientre por comilón. 


                 Concluida la comida traerán un helado como postre. Los camareros retiran todo. Uno de ellos agarra la botella de vino tinto por el cuello y entonces, como un resorte, quien está a mi lado se aferra a la base del recipiente, para impedir que se la lleve. El camarero gana la disputa y se aleja con el envase.
Alguien de la gestión de la casa se ha percatado de la escena y reenvía al camarero a disculparse:
    Entienda usted  que nosotros tenemos orden de desalojar todo antes de servir el postre. Y, como puede ver, hemos retirado las copas. Ya no tiene sentido lo del vino.
    Pero es que, entienda usted también, —le dice la protagonista de la escena— que apetece seguir tomando vino hasta acabar la botella.
    Sí, lo entiendo. Y si usted, en vez de sujetar el casco, me indica que quiere otra botella…
    Entonces, ¿traerá la botella?
    
             Silencio por respuesta. El mozo se aleja. Pasa el tiempo. No regresa. Es otro quien sirve el café.
                 Se le recomienda a la compañera dejar la cuestión, que no merece la pena lo de la insistencia por el vino.

                 Tras el café, salimos del restaurante hacia la calle de las compras. Es otro tópico más de Portugal, el precio de las toallas, la ropa de ajuar y los paños de cocina. Un paseo exploratorio en el que algunas mujeres del grupo sobre todo, traen sus recuerdos cuando sus madres hablaban de ir a Portugal a adquirir el ajuar; pero ahora determinan que los precios no son tan ventajosos, y que las sábanas están más baratas en “El Corte Inglés”. Aun así, alguna cosa compran, como la ropilla y trapos de cocina:
                 
    Nada más que por el trabajo que llevan merece la pena llevárselas: están tirados de precio.

                 Compran, porque comprar es un placer. Mientras, las mujeres de las tiendas —apenas hay hombres en estos establecimientos— siguen ofreciendo, en portugués dulce, otras prendas que exhiben en la puerta a la vez que invitan a adentrarse en el interior con la promesa de que hay verdaderas gangas.

                 Así llegamos a la última tienda, ya en plaza de la iglesia, de interés limitado falta de conservación, seña de identidad del lugar, abierta a la visita turística.

                 Ya es momento de entrar al comercio que regenta un indio, —de la India—, quien, a lo que parece solo habla inglés. Todo un bazar.

                 En las otras tiendas hemos ido buscando una crema de belleza que recomendó Xavier, el guía, tras cruzar la frontera, entre un juego de complicidad de palabras aparentemente equívocas que todo el mundo entiende, en un diálogo muy habitual pero, eso sí, evitando la chabacanería y con el humor que despiertan, en un entender sin decir, las alusiones chocarreras:
                 
    Es una crema que elimina todo tipo de arrugas…
    ¿Todas….? —dice alguien con sonsonete intencional.
    Sí, todas.
    Me planteo echar la crema a la camisa y, hala, me ahorro la plancha, —indica otra.
    Tersura y suavidad para partes encogidas del cuerpo humano, —insiste Xabier.
    ¿Las arrugas de la cara? —pregunta otra—. ¡Qué bien para las mujeres.
    Y para los hombres, también, —apostilla el guía.
    Será para los metrosexuales, digo yo —reincide la anterior.

Otra señora, desde el fondo del autobús, a medio camino entre la  pregunta y despejar dudas, dice que si ahora se llama así el encogimiento y arruga de órgano distintivo en los hombres.
    ¿Te refieres a la cabeza? —pregunta otra.
Risas nerviosas.
    Avisados quedáis. Es una crema muy barata para los milagros que hace, —concluye Xabier.

  Se ha tenido en cuenta en el vagabundeo práctico de tienda en tienda, preguntar precios. Y aquí, en la tienda del indio, se adquieren tantos envases de la 'famosa' crema –a tres euros y medio- que hasta el regente está alegremente extrañado. También se han adquirido en otras tiendas, al mismo precio.
                 
Durante esta vorágine compradora de crema, hay quienes han querido hacerse con un paraguas anti fuerza del viento, pero, ¡ay! precio que resulta equívoco, pues la oferta es para los paraguas grandes, no para los plegables, que cuestan el doble.
                 
De regreso a donde el autobús, otro pase por la calle comercial. Lola adquiere un paquete de calcetines de cuello corto, propio de uso deportivo. Y yo me hago con tres pares de calcetines, de reconocida marca internacional, -falsificación, por supuesto-, por 5 euros.
Revuelo alrededor de Mari, que es obsequiada por su marido con el anillo de prometida, llamado alianza portuguesa, del que cuando se caen todas las piedrecitas, se vive el amor verdadero. Mari presume con una amplia y satisfecha sonrisa ante quienes contemplan su dedo anillado. Se dice que las muchachas portuguesas buscan en la preciada joya, cerca de las aguas de los ríos y las fuentes, la flor misteriosa que habría de prometerles la dicha. Lo que da paso a la invención de leyendas y cuentos. 
                 
Calor espeso y agobiante en la estancia portuguesa. El agua en los bares la venden a precio de güisqui. Es el regreso, con ansia del aire acondicionado de la guagua —que llaman las de Canarias—.
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Día que fue impresionante en la desembocadura del Miño, por la mañana y, por la tarde, de solo roce con la experiencia portuguesa. Tiempo de visiones de lugares extraños por desacostumbrados a los ojos del viajero, que queda indiferente.
  
La tarde ya se quiere hacer noche. Otra vez el río, con dos grandes ojos por puente, como los de las mujeres nuestras, que escribiría el poeta—. Un mundo que tiene en el agua su más secreta inspiración, tan sumisa cuando está tranquila, como terrible y demoledora en los desbordamientos. Mundo de rumores y fantasías, de anhelos amorosos.
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Un paisaje hermoso, lleno de arboledas que acompañará hasta el hotel en Cambados.
   Las primeras estrellas nos miran mientras la vida se confunde con el sueño.
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          Aun en el consecuente cansancio, hay complacencia por el día vivido. Todo ha ido bien. La vida late intensamente.

1 comentario:

  1. E intensamente has transmitido ese día portugués, Juan. Lo has contado frescura ( de la buena, ¿eh?) y naturalidad. Llenos de toques coloristas y... sensuales, sobre todo por el del gusto. Aplicable a ese bacalao que te tomaste tú solito, pero también al del placer de comprar gangas. ¿A ti no te habrán contratado en el Ministerio de Turismo de nuestros vecinos para que promociones los viajes?

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